SEPARADOS EN NUEVA UNION

martes, mayo 1

ESPIRITUALIDAD CONYUGAL


Nos toca hablar de la auténtica espiritualidad conyugal. Sabemos que esto engendra un verdadero estilo de vida cristiano, que recibimos como don de Dios y que debemos cultivar a lo largo de toda nuestra vida.
Pero cómo llegar a esta espiritualidad donde el Amor hermoso sea el núcleo central? A partir de la venida de Cristo, el Amor Hermoso, adquiere características de gran misterio dentro del plan de salvación.
“…Este es el gran misterio del Amor Eterno, ya presente antes de la creación y revelado en Cristo y confiado a la Iglesia…” Dice San Pablo: maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por Ella, para santificarla, purificándola mediante el baño de agua, en virtud de la palabra.

La familia misma es el gran misterio de Dios. Como iglesia doméstica es la esposa de Cristo.
Nuestra situación frente a la Iglesia como institución, no es fácil, pero a esta altura no tenemos dudas de que nuestra unión está cimentada sobre Roca.
Dios conoce lo que hay en el fondo de nuestros corazones y nos sentimos familia cristiana, porque Cristo está presente entre nosotros. La esperanza nos mantiene firmes en las más fuertes tempestades, porque nuestro corazón espera ardientemente en su Misericordia.
Recordemos cuando cada uno de nosotros se encontró con el ser amado, como nos elegimos, porque se encendió el fuego en nuestros corazones. Hubo un comienzo y surgió la amistad que se convierte en amistad matrimonial.
Nos damos cuenta que hay dos tipos de amor:
- El amor egoísta y posesivo: es el que quiere al que ama para su propio bien, aún a costa del bien del otro
- El amor generoso, oblativo: quiere el bien de aquel a quien ama y el bien para el que ama, aún a costa de si mismo y por eso se llama “amor de benevolencia”.
Ahora, descubrimos que en esa relación nuestra la amistad es vínculo de amor generoso o benevolente entre dos personas. Esto implica un amor recíproco, generoso, así la amistad será duradera.
Cuando no hay reciprocidad de la amistad, hablamos de amor no correspondido.
Pero tengamos en cuenta que nuestra naturaleza ha sido herida por el pecado original. Por lo que los móviles del ser humano vienen mezclados; siempre estamos en lucha porque “hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que queremos, deseamos hacer el bien pero no lo logramos” (Rom 7,15).
Por eso es importante el ejercicio de la virtud para preservar la amistad.
El pecado original ha herido al varón de una manera y a la mujer de otra y es bueno que cada uno lo sepa para que no haya desencuentros.
Al varón lo ha herido en la esfera instintiva, por eso es importante que logre el autodominio y de ahí que deba luchar contra la pasión sexual desordenada. Para ello se debe recurrir a la gracia. La naturaleza sanada por la gracia, hace al varón inmensamente libre, con dominio sobre sí mismo y le da el gobierno sobre todas las cosas de la vida, de su familia, del hogar, de la educación de los hijos, del trabajo. Un autodominio y libertad de juicio, propios de los hijos de Dios.
A la mujer le cuesta comprender lo que le pasa al varón porque ella ha sido herida de distinta manera. Ha sido herida en las facultades del alma: la mujer tiende a idealizar pues ha sido herida en el afecto y suele idealizar a los que ama y engañarse.
Las mujeres están llamadas a ser maestras de la amistad. La vida interior de la mujer es muy rica y compleja. Como el matrimonio es un camino de amistad a ella le toca en esto el rol principal.
A causa de esa herida original la mujer, herida en los apetitos del alma, tiende a apoderarse del afecto del varón, a dominarlo, a tener acceso al alma de él y a controlarla.
Toda mujer es una princesa presa en la torre de su cuerpo, solo un príncipe como en los cuentos de hadas será el encargado de liberarla de su prisión. Por eso la mujer, maestra de amistad, enseñará a su esposo – sin dominarlo – el arte de la amistad del alma.
El matrimonio ha sido instituido como un sacramento de sanación de las heridas del pecado original en el varón y la mujer y los esposos han de ser, el uno para el otro, ministros de esa sanación.
Jesús vino no sólo a salvarnos como individuos, vino a salvar nuestros amores, vino a salvar nuestras relaciones.
La vida está llena de sacramentos
Hoy ocurre algo curioso: mientras muchos cristianos desprecian los sacramentos, los no creyentes sienten la necesidad de inventarse algo que los sustituya.
La antropología admite que el hombre hoy, más que como “animal racional”, debe ser pensado como “animal simbólico”. El lenguaje es ya un sistema simbólico, y lo mismo debemos decir de infinitas acciones corporales: dar un beso, guiñar un ojo, apretar la mano… ¿Quién sería capaz de traducir estos símbolos a “ideas claras y distintas” sin empobrecerlos?
El hombre vive en todas las cosas un significado que supera a las cosas mismas. ¿Por qué, si no, un anciano se niega a cambiar los muebles que ha tenido siempre, aunque no sean ya funcionales?
En cualquier cosa hay que distinguir la realidad en sí misma y su mensaje. Cuando las cosas empiezan a pregonar su mensaje intimo y el hombre presta oído, surge el pensar sacramental. Sacramento, es como veremos, el signo visible que hace presente una realidad invisible.
A veces es la propia persona quien da significado sacramental a una cosa; pero otras veces es toda la colectividad quien lo hace.
También hay sacramentos divinos: el hombre que tiene una profunda experiencia de Dios lo encuentra, como San Francisco de Asís, en todas partes: en el pájaro que canta sobre una rama, en la hormiga que arrastra su comida, en el fuego y hasta en la hermana muerte.
Como decía San Ireneo, “en relación con Dios nada está vacío: todo es signo suyo”.
Los siete sacramentos
De entre todos los signos de Dios que hay en el mundo, uno se destaca luminosamente: Jesús de Nazareth. El pudo decir de sí mismo: “El que me ha visto a mi, ha visto al Padre” (Jn 14,9). Todo en Jesús parecía apuntar más allá de las apariencias.
Frecuentemente San Agustín, después de proclamar un fragmento del Evangelio, se dirigía a quienes le oían diciendo: “Hemos oído el hecho; busquemos ahora su misterio”. Por eso, ya desde San Agustín, se ha convertido en lugar común afirmar que Cristo es sacramento de Dios.
Pero tras la Pascua el mismo Cristo ha dejado de ser accesible a nuestra experiencia directa, lo cual sería especialmente grave si con su desaparición quedara bloqueado el camino de encuentro con Dios. Sin embargo, tenemos que ahora es la Iglesia quien “da cuerpo” a Cristo resucitado. “Cuerpo místico” no quiere decir otra cosa que “cuerpo sacramental”. Como decía San León Magno, “lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia”.
De allí que debemos hablar de la Iglesia entera como “sacramento universal de salvación”. En ella, lo visible hace presente algo invisible. Los sacramentos no deben considerarse pues, como átomos aislados; lo que ocurre es que hay densidades sacramentales, momentos en los que se densifica la sacramentalidad de la Iglesia.
Esta diversificación sacramental se debe precisamente a que Dios quiere salir al encuentro del hombre en sus experiencias fundamentales:
- el nacer (bautismo)
- el pasar a la vida adulta (confirmación),
- el enamoramiento (matrimonio)
- la consagración al servicio de la comunidad cristiana (orden),
- la cotidianeidad de la vida creyente (eucaristía)
- el fracaso (penitencia)
- la lucha contra la enfermedad (unción)
San Agustín llegó a hablar de 304 sacramentos: la lectura de la sagrada Escritura, la predicación de la palabra de Dios, el lavatorio de los pies, el cuidado de los pobres, el amor a los hermanos … Pero poco a poco se fueron resaltando algunos frente a los demás.
Todavía en el siglo XI decía San Bernardo que “muchos son los sacramentos, y no es bastante el tiempo de una hora para meditar sobre todos”. Fue Pedro Lombardo, profesor de la Universidad parisina de la Sorbona y más tarde obispo de aquella ciudad, quien fijó definitivamente, en el siglo XII, lo que hoy llamamos el “septenario sacramental”, y así aparece ya en el segundo Concilio de Lyon.
El Concilio de Trento definió que “los sacramentos de la Nueva ley no son ni más ni menos que siete”, pero entenderíamos mal semejante afirmación si creyéramos que habla de “siete” como el dígito que en la serie de los números naturales sigue a 5 y a 6, de suerte que la lista de los sacramentos se detiene casualmente ahí. “El número siete designa la totalidad” y Trento quiere decir que todos los signos a los que damos nombre de sacramento – y solo ellos – tienen de hecho eficacia sacramental.
Estructura interna de los sacramentos
Los signos sacramentales no son signos cualesquiera que hayan sido declarados arbitrariamente instrumentos de salvación, sino que gozan de un poder evocador intrínseco: la inmersión bajo el agua es signo expresivo de una vida que se acaba para que empiece otra, el pan y el vino compartidos son signos de fraternidad, etc.
Por desgracia, una mentalidad legalista preocupada exclusivamente por salvar los mínimos necesarios para que el sacramento fuera válido ha ido, poco a poco, destruyendo los signos: bautismo mediante una escasas gotas de agua sobre la cabeza, en vez del gesto mucho más expresivo de la inmersión; pan que no parece pan; copa que no pasa de mano en mano… Los signos hoy han perdido en general su eficacia evocadora; por si mismos dicen poco y exigen ser explicados. Pero, claro, tener que explicar un signo equivale a reconocer tácitamente que ya no es un signo. Es importante recordar, con santo Tomás, que el “sacramento pertenece al género de signo” y ese “validismo minimalista” es responsable en gran medida del desinterés que muchos experimentan hoy ante los sacramentos.
Naturalmente, también la palabra es necesaria para que exista sacramento. San Agustín, hablando del bautismo, dice: “Quita la palabra: ¿Qué es el agua sino agua? Pero se junta la palabra al elemento y se hace sacramento, que es como palabra visible”.
Pero la palabra es necesaria no para explicar el signo, sino para hacer presente la salvación que el signo invoca. De hecho, esta eficacia misteriosa de los sacramentos es lo más grande de ellos, pero también lo que más cuesta admitir. Es fácil comprender su eficacia pedagógica, pero mucho más difícil creer en su eficacia salvífica. Esta eficacia, como dice San Ambrosio, se explica únicamente por la palabra poderosa de Dios:
“Ordenó el Señor y se hizo el cielo; ordenó el señor y se hizo la tierra; ordenó el Señor y se hicieron los mares; ordenó el Señor y se engendraron las criaturas. Mira, pues, cuan eficaz es la palabra de Dios. Si tan poderosa es su palabra que por ella comienza a ser lo que antes no era, cuanto más ha de serlo para hacer que las cosas que ya eran sean y se cambien en otra cosa”.
La necesidad de los sacramentos
Así como la Iglesia ha afirmado que Dios se da con absoluta seguridad a través de los sacramentos, nunca ha dicho que se dé solamente a través de ellos. No hay un perfecto sincronismo entre el sacramento y la recepción de la gracia.
Puede preceder la gracia al sacramento. Es muy interesante la razón con la que Pedro justifica el bautismo del centurión Cornelio: ¿”Acaso puede alguien negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros? (Hechos 10,47). Es decir, que no le bautiza para que reciba el Espíritu Santo, sino porque lo ha recibido.
Pero también puede preceder el sacramento a la gracia (lo que teológicamente ha recibido el nombre de “reviviscencia”).
Es más. Si se exceptúa el orden y el matrimonio, la Iglesia ha afirmado siempre que es posible recibir la gracia mediante el sacramento de deseo. En el caso de la eucaristía, por ejemplo, dice Trento explícitamente que “quienes comen con el deseo el pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por la fe viva, que obra por la caridad”.
Es decir, que Cristo desborda la Iglesia y a sus sacramentos. No ha quedado prisionero de ellos. Pero naturalmente, del hecho de que la gracia también pueda obtenerse sin los sacramentos no se deduce que éstos sean superfluos.
Abandonar la practica sacramental equivales a situarse en un estado en el que no fuera necesario recurrir a signos visibles para alimentarse de Dios. Tal estado existirá, desde luego, pero aún no existe: se trata de la “vida bienaventurada”, la posesión definitiva de Dios.
Espiritualidad Conyugal
Hablar de espiritualidad personal y conyugal es remitirse a la sacramentalidad personal y conyugal. Ahí está la crisis que todos tenemos en nuestro fuero interno y marital. Cristo sacramentado viene a nosotros pero de una forma en que nosotros solo sabemos y procuramos. Solo la confianza en su misericordia y nuestro deseo intervienen en la mesa eucarística. Solo la súplica a la intervención de su Madre para que esta boda no carezca de vino.
La primera definición que hallamos sobre nuestra pareja es la de “matrimonio no sacramentado” y resulta casi imposible proyectarse desde allí hacia el Señor. Cuanto he debido sanar y sanarme para sentir que mi amor conyugal se compadece con el plan salvífico, con la iglesia doméstica que espera que construya. Incluso es necesaria una profunda confianza para no ver en nuestro amor de esposos la piedra que me obstruye el camino hacia Cristo y empezar a verlo como la Roca en que debo construir mi vida de relación.
Pero si logro ver en mi esposa el reflejo del Amor Hermoso, en mi matrimonio el laboreo de la viña a que el señor me llama, si logro entender que el señor me ha llamado ahora con un llamado que antes no ha ocurrido y que lo hace en el estado en que me encuentro, puedo empezar a ver la casa sobre Roca y dejar de ver la piedra en mi corazón.
La casa sobre Roca se hará también con mucho trabajo: un espíritu compartido de oración; un trabajo apostólico de a dos; una mutua confianza en que el Señor nos ve como a hijos que ha elegido salvar en racimos; una educación cristiana de los hijos; un signo de amor de a dos que se dan a Dios en todas las cosas que hacen y planean; un ofrecimiento confiado de todas las tareas: domésticas y laborales. Y fundamentalmente una paciente espera en que Dios nos ha llamado desde el corazón para acercarnos a El y no para que nos perdamos.
Habrá que hacerlo contra toda esperanza y contra la mayoría de los criterios objetivos: no podes comulgar sacramentalmente y lo haces espiritualmente; no podes confesar tus pecados al sacerdote y lo haces ante Cristo y los hermanos de la comunidad a diario; no podes salir de padrino de bautismo y te haces cargo de la situación de quien Dios quiera ponerte materialmente delante; no podes aspirar a la reconciliación y vivís penitencial mente en la Misericordia de Dios; en definitiva lo buscas a Cristo como presencia viva de Amor en todas las cosas. Bendecís la comida de la mesa familiar; lees la Palabra con tu esposa; peregrinas, rezas, no faltas a misa; en definitiva terminas siendo paradójicamente, signo sacramento del amor de Dios en los esposos.
“El mismo Espíritu Santo no solo santifica y dirige al Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y lo adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, repartiendo a cada uno según quiere (1Co 12,11) sus dones, con los que los hace aptos y prontos para ejercer obras y deberes que sean útiles para renovar y construir mas y mas la Iglesia” (LG12).
Comunión espiritual
Testimonio de Julio:
Un sentimiento se me presentó durante una misa. Como siempre cuando el sacerdote consagra, yo le manifiesto fervientemente a Cristo mi absoluta indignidad y mi temeraria confianza que si “El quisiera venir a mi casa, la majestad del huésped borraría la bajeza del anfitrión”. Entonces me quedo esperando que Cristo se haga presente en mi corazón. Imaginarme algunas veces como un cachorro que come las migas bajo la mesa y otras como un sirviente que atiende a los invitados y luego levanta los platos y come gustosamente de las sobras del banquete, me ha dado mucho consuelo, de lo que deduzcan que la comunión espiritual me era altamente satisfactoria. Pero como es de imaginar, el “otro” también trabaja y poco a poco se me fue generando el interrogante de si no me estaría engañando y alejando de Cristo.
Fue así que en una misa, también en la consagración, siento interiormente un irrefrenable ímpetu que debía gritar ¡quiero comer!, ¡no me iré de aquí con hambre! ¡quiero comer!. Era todo interior, pero era como gritar en mi interior. Finalmente la idea me quedó configurada de la siguiente forma (todo en la misma misa):

¡Señor, no me iré de aquí sin haber comido,
Porque Tú eres generoso,
Y yo estoy hambriento…!

Tuve miedo de inmediato de estar ofendiendo a Dios, pero enseguida tuve consuelo interior de sentir que Dios me decía que nunca dudara de su generosidad, si yo con lo malo que era no soportaba que nadie se fuera de mi casa sin comer, El entonces nunca permitiría algo semejante. Sentí también que me pedía la humildad de reconocer que estaba hambriento.
A partir de allí es mi formula interior para comulgar espiritualmente.

“Si miro al futuro, me asalta el miedo,
Mas ¡por que adentrarse en el futuro?
Solo aprecio la hora presente,
Porque el futuro quizás no habitara en mi alma.

El tiempo pasado no esta en mi poder
Para cambiar, corregir o añadir algo.
Ni los sabios ni los profetas han podido hacer esto.
Por tanto, confiemos a Dios lo que pertenece al pasado.

¡Oh momento presente! Tú me perteneces completamente.
Deseo utilizarte para cuanto está en mi poder.

Por eso, confiando en tu misericordia,
Avanzo por la vida como un niño,
Y cada día te ofrezco mi corazón
Inflamado de amor para tu mayor gloria”

Sor María Faustina Kowalska
Adriana y Julio Frutos
II Encuentro Profundo – Octubre 2006
Camino a Nazareth Arquidiócesis de La Plata


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